Ahora bien, si analizamos los elementos citados, vamos
a encontrar que los mismos son compartidos, en distinta medida, por otros
pueblos de la región. Discutir el origen “autóctono” de muchos de ellos sería
una pérdida de tiempo; el dulce de leche existe, con variantes, en casi todos
los lugares donde hay productores de leche. Así, el manjar en Chile, la cajeta
en México y las conocidas marcas nacionales, brasileñas o argentinas, dan
cuenta del origen múltiple del azucarado producto.
La yerba mate tiene un indudable origen paraguayo
aunque ahora se la explote y comercialice en otros países; el gaucho, con
distintas denominaciones, es un tipo humano, cazador de ganado vacuno, que se
conforma en una trilogía peculiar, pero no exclusivamente nuestra, del hombre
con la tierra y el caballo antes del alambramiento de los campos.
El fútbol, ese deporte inglés, nos conecta con una
“garra charrúa”, una feliz invención lingüística que vino a llenar un vacío
identitario: los mexicanos expresaban su orgullo nacional autodenominándose
aztecas, lo mismo sucedía con los peruanos que apelaban a sus ancestros
incaicos. Pero el Uruguay de las primeras décadas del siglo XX desconocía, en
buena medida, su pasado indígena y apeló al discurso escolar del charrúa
levantisco, difícil de someter, que había peleado, efectivamente, contra el
invasor hispano. Sugió, entonces, la mítica “garra” en junio de 1924 en Colombes,
combinada con el asombro francés frente al excelente juego de nuestros
indígenas, todos con apellidos italianos o españoles.
La identidad se construye en la confrontación con lo
que no se es. No hay una identidad única: todos somos depositarios de pertenencias
múltiples en lo que nos hace como individuos.
Existe también una identidad social, colectiva, que se
va construyendo como un relato en el que se entremezclan la historia y la
mitología.
El mito explica el presente a partir de hechos que
tuvieron lugar en un pasado que puede ser histórico –Salsipuedes, la batalla de
Carpintería, la escuela vareliana, el batllismo, Maracaná- o el tiempo de los
orígenes, cuyo inicio no puede ser determinado porque es un punto imaginario. A
menudo esos tiempos se entrecruzan.
En este contexto nos interesa pensar los motivos del
surgimiento de, al menos, cuatro asociaciones de uruguayos que reivindican sus
ancestros , no indígenas en general sino específicamente charrúas, sin que las
investigaciones sobre nuestro pasado indígena respalden su especificidad
identitaria, voluntarista sin duda.
Antes de reflexionar acerca de la actividad
reivindicativa de dichos colectivos, conviene echar un poco de luz sobre la
realidad antropológica de los pobladores originarios de nuestro territorio. Los
primeros testimonios de los cronistas hablan de chanáes, guaraníes y charrúas
en zonas costeras, y de guenoas o minuanos en el interior. En tanto los grupos
étnicos eran diversos, cabe preguntar el motivo del sentimiento charruísta que
un grupo creciente de uruguayos manifiesta en la actualidad.
Si la toponimia de la margen oriental del Uruguay es,
básicamente, guaraní, ¿cuál es el motivo de que no existan –o no tengan
visibilidad- las asociaciones de guaraníes uruguayos, o de descendientes de los
mismos?
A comienzos del siglo XVIII se produjo una importante
guerra entre grupos indígenas: uno de los bandos estaba integrado por
guaraníes, jesuitas y guenoa-minuanos, en tanto el otro estaba compuesto por
charrúas, apoyados por bohanes, según el Prof. Diego Bracco. En 1702 los
charrúas y bohanes fueron atacados por sus enemigos, experimentando una masacre
de la que poco se habla. La batalla del Yi debería figurar como el primer
genocidio sufrido por los charrúas; sin embargo, ya sea por desconocimiento o
por conveniencia, Salsipuedes aparece como el primer ejercicio de barbarie -y
sin duda fue barbarie, pero no la primera- que da origen a una mitología
constitutiva. Dicha mitología es la de aquellos que reivindican, con mayor o
menor carga imaginativa, la continuidad con sus mártires. Una gran cantidad de
guerreros, y también de mujeres, fue masacrada en esa siniestra –y mal
conocida- circunstancia, muchos más que en la -sin duda terrible e injusta-
encerrona del arroyo. Pero en el Yi los genocidas no eran, básicamente,
conquistadores españoles sino indígenas de otros grupos, y no resulta
conveniente, a la hora del orgullo, una derrota sangrienta a manos de pueblos
no occidentales.
Los charrúas fueron un pueblo cazador, pescador y
recolector y, por ende, nómade. Su lucha contra los conquistadores fue real,
aunque también hubo indígenas reducidos o aliados de los españoles. Eso no les
quita valor. Pero no todo el pasado indígena es charrúa ni todo lo charrúa es
digno de admiración.
Los mitos son, a grandes rasgos, relatos de
acontecimientos primordiales, historias sagradas, conocidas por los iniciados
de la sociedad de la que se trate. Se los conoce por revelación y la relación
con ellos es de fe. Constituyen modelos de conducta.
Con el auge de la mal llamada “diversidad
cultural” cualquier relato parece tener
la misma validez, tanto el de la ciencia como el de la espiritualidad
posmoderna. Las identidades étnicas se convierten, en cierto sentido, en
elecciones individuales.
En el terreno de las decisiones personales, si alguien
desee sentirse charrúa, algonquino, logósofo o reptiliano, puede hacerlo. Ahora
bien, desde la antropología se entiende que las identidades étnicas son
pertenencias de tipo cultural, religioso, lingüístico y tradicional. En sociedades
donde los colectivos indígenas han mantenido su continuidad, la lucha por la
supervivencia es real, se basa en aspectos concretos, y resulta justo su
conjunto de reivindicaciones. En el territorio oriental y con el respeto –y el
interés- que me merece el pasado indígena, me pregunto con qué cultura se
sienten ligados los que se dicen charrúas. ¿Cuál es el conjunto de pautas
culturales de las que se viven como continuadores? ¿Qué ritos y ceremonias
practican? ¿Habitan en paravientos? ¿Qué
lengua hablan? ¿Cazan y pescan? ¿Conocen
los mitos de origen de su pueblo? ¿Practican el chamanismo? ¿Las viudas se
cortan una falange cuando se muere un familiar? ¿Se mantiene el rol subordinado
de la mujer –que en tiempos ya ecuestres cargaba en sus espaldas el paraviento
y a algún hijo en sus brazos mientras el varón andaba a caballo-? ¿Existía
alguna forma de “comunismo primitivo” en las costumbres de estas bandas
nomádicas?¿Conocen el panteón de los dioses del grupo y lo respetan? ¿Qué
música autóctona aprecian y practican aquellos que integran “orquestas”
charrúas? ¿En qué se basan aquellos que hablan de las “catedrales” construidas
por este colectivo –tarea que jamás emprendió ningún grupo nómade, aunque
naturalmente poseían creencias trascendentes-?
Muchas más preguntas podrían ser formuladas. Pero
quiero terminar solo con dos más, la primera: ¿en qué medida el sentimiento
charruísta está basado en una realidad antropológica o es una invención de
aquellos a quienes el latinoamericanismo les llegó un poco tarde? La segunda: ¿cuánto de anti republicanismo
implican las luchas por la diversidad cultural y cuánto de racismo al revés y
de aprovechamiento de una circunstancia política en la que se conceden cuotas,
en la asignación de empleos públicos, a casi cualquier minoría que las demande?
A.L.
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