El
martes pasado internamos a mi padre, de 91 años, por una severa
arritmia y una obstrucción arterial, en una mutualista de
Montevideo.
Se
intentó, sin éxito, compensarlo, pero su estado general fue
empeorando hasta entrar en coma unos días más tarde.
En
lo personal, y haciendo uso de la -escasa- razón que me asiste,
considero que el final es inminente, que no hay vuelta atrás y que,
como ateo, tengo el convencimiento de que no hay nada más allá del
-demorado- cese de sus funciones vitales.
Ahora
bien, no soy el único hijo y, por tanto, no puedo tomar decisiones
sin consultar con mi hermano, que se maneja con parámetros
distintos, regidos por su formación militar, su Maestría en Reiki y
por los oportunos –y luminosos- consejos de su esposa. Paso a
detallar, a continuación, la crónica de los hechos suscitados en la
tarde de hoy.
Luego
de tener el privilegio de mantener una extensa charla, en la cual fui
iniciado en los augustos misterios de esta indispensable disciplina
–no la militar- espiritual, el Reiki, se me explicó que todos
podemos proyectar la energía positiva a otras personas, e incluso a
máquinas tales como automóviles (cosa que me vendría muy bien, a
los efectos de circular en base a reiki y no a derivados del
petróleo), heladeras, etc.
El
caso es que aquellos que no hemos alcanzado el nivel de Maestros, ya
sea por ignorancia, por carencias intelectuales o económicas –el
curso no es barato- somos comparados con “una regadera que contiene
nada más que 10 litros de agua”, en tanto los Maestros disponen de
“una manguera” -no me animé a preguntar dónde se conecta y
mucho menos su grosor-, que les permite surtir a sus “pacientes”
con energía continua.
Luego
de soportar estoicamente el discurso sobre ventajas energéticas,
mientras nuestro padre agonizaba en su habitación, mi hermano tuvo a
bien armonizarle los chakras, cuya efectividad no pude comprobar
porque no comparto tan trascendentales saberes –puedo afinar una
guitarra pero nunca intenté afinar un chakra-. Una vez finalizado el
mencionado procedimiento, mi hermano me preguntó si yo estaría de
acuerdo en que él llamara al Padre Mario, de la localidad de El
Dorado, Canelones, en quien deposita una importante dosis de fe. Al
negarme de plano, en concordancia con mis creencias, su respuesta fue
la siguiente: “entonces le digo que no venga”. Mi habitual
lucidez me llevó a sospechar que ya lo había llamado. Ante tales
hechos consumados, no pude dejar de fantasear con la presencia, allí,
de algunos amigos ateos, que hubieran podido aportar interesantes
comentarios en un eventual debate sobre la efectividad de la fe en la
salud de los pacientes terminales -y la salud mental de mi hermano
que, repito: tiene formación militar, la familia no se elige-.
Al
retirarme, en un acto de grandeza, por cierto poco común en mí, le
dije que si a él le hacía bien, llamara al cura en cuestión o a un
par de oficiantes umbandistas, tres o cuatro chamanes charrúas, un
tarotista, dos astrólogos y una anciana importadora de piedras de la
Estancia La Aurora. Su respuesta me sorprendió: “¿Y si se
levanta?”. Yo pensé, pero no dije nada, que seguramente se caería
al piso.
Unas
horas más tarde hablé con mi hermano por teléfono. Le pregunté
por la efectividad de los procedimientos realizados, dispuesto a
modificar radicalmente las creencias que me han acompañado durante
toda mi vida y que fueron inculcadas por mi padre, ateo y escéptico,
en caso de que el milagro se hubiera producido sin que yo estuviera
enterado.
El
resultado, sorprendentemente, había sido nulo. Mi padre continúa en
coma y yo me quedé con sus zapatos nuevos, aunque estaba dispuesto a
devolvérselos si recuperaba la conciencia y la capacidad motora.
Sin
que esto signifique dudar de la fértil imaginación creadora de mi
hermano –sería redundante volver a mencionar su formación
militar-, me convencí de que voy a tener que esperar algún otro
milagro; éste no funcionó.
M.T.
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